Diálogos Urbanos: Ciudades del Futuro

El Estado se quedó sin señal: aportes para una nueva política cultural en la era de las pantallas

9 junio, 2025

Juan Aranovich

El sector ya no está sólo compuesto por artistas e instituciones, hay que sumarle las empresas de telecomunicación y los celulares.

I. El Big Bang en la palma de la mano

Hubo un tiempo, no tan lejano, en que el bolsillo era un territorio de objetos unifuncionales: llaves que abrían puertas, monedas para el colectivo, algún papelito con un número anotado a las apuradas. Hoy, ese mismo bolsillo es el epicentro de una revolución cultural silenciosa pero implacable. El protagonista es el smartphone, ese rectángulo luminoso que mutó de simple teléfono a complejo portal hacia universos simbólicos infinitos. Ya no es un gadget; es una extensión de nuestra percepción, un apéndice cognitivo que redefine cómo experimentamos el mundo, cómo nos relacionamos, cómo consumimos y, cada vez más, cómo somos. Ahora, con la irrupción de la inteligencia artificial, este dispositivo no solo nos conecta con contenidos creados por humanos, sino que genera, recomienda y hasta produce cultura de manera autónoma

La cultura, antes anclada a catedrales físicas –el cine, el teatro, la biblioteca– o a soportes tangibles –el libro, el disco–, encontró en el celular un nuevo templo, íntimo y portátil. Música, series, literatura, videojuegos, y esa vorágine inclasificable que son las redes sociales, todo converge ahí, en la palma de la mano. Esto democratizó el acceso como nunca antes: la cultura global a un clic de distancia. Pero, como toda revolución, trae consigo nuevas dinámicas de poder, dependencias y desafíos para nuestra identidad. La libertad algorítmica que nos promete un menú cultural a medida convive con la cruda realidad de una oferta concentrada en manos de gigantes tecnológicos que operan desde geografías lejanas con lógicas propias. La hiperconexión global, paradójicamente, puede desconectarnos de lo local, de la charla en el bar, de la experiencia compartida sin pantallas de por medio.

Este texto es una invitación a meter la nariz en esa transformación, con la lupa puesta en Argentina. ¿Cómo se convirtió el bolsillo en el nuevo campo de batalla (y de oportunidades) para la cultura? ¿Qué significa esto para los creadores, para los que consumimos, para las industrias que intentan no ahogarse en la ola digital y para un Estado que, como un referí desconcertado, intenta entender las nuevas reglas del juego? Hay tensiones que crujen: ¿personalización extrema o una nueva forma de rebaño algorítmico? ¿Más voz para todos o una vigilancia más sofisticada? La innovación es innegable, pero ¿cuánto de ella es nuestra y cuánto es prestada, con intereses altos?

II. Del dial-up al scroll infinito: genealogía del consumo cultural

Para entender el cimbronazo actual, hagamos un breve viaje en el Delorean. Fines del siglo XX, principios del XXI: el celular era un ladrillo caro, para pocos, y servía para… hablar. La cultura pasaba por otro lado. Ir al cine o al teatro era un evento. La tele era la reina del living, con el cable expandiendo la grilla en los 90. La música sonaba en la radio o en CDs y cassettes que había que ir a comprar. Los MP3 players, como el iPod, empezaron a picar en punta recién por 2005, jubilando al Walkman. Los videojuegos eran el Family Game (clon noble de la Famicom) o el Atari, con cartuchos y sin conexión.

Las computadoras personales entraban de a poco en las casas. Internet, con ese ruidito inolvidable del dial-up, apareció en 1995, pero todavía era para unos pocos privilegiados o para peregrinar al cybercafé. El primer gran cambio llegó con la descarga de MP3: Napster, Ares, Kazaa. De repente, la discografía mundial estaba al alcance de un clic (y de una paciencia considerable mientras bajaba la canción).

Hoy, el smartphone es el centro de nuestro universo cultural. El 97% de los hogares argentinos tienen celular, y el 92% de ellos con internet. Es la puerta de entrada para casi todo: buscar data, escuchar música (el 76% lo hace desde el celular, y el 80% vía internet, con YouTube y Spotify a la cabeza), ver series, jugar e informarse (el 48% lee noticias en redes, más del doble que en 2017). El negocio de las telefónicas ya no es la voz, son los datos. Y esos datos los devoramos consumiendo cultura.

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Se dice que las redes sociales son el ágora contemporánea. Más del 70% de los argentinos las usa al menos 3 horas diarias. WhatsApp, Instagram, Facebook y TikTok marcan el pulso. Son para conectar, sí, pero también para informarse, entretenerse, comprar. Son el lugar donde nacen y mueren tendencias. Pero la desinformación y el uso de nuestros datos preocupan, y mucho. Estas plataformas son los nuevos intermediarios culturales, con un poder de influencia brutal, especialmente en los jóvenes.

III. La cultura como combustible: el motor económico está en el bolsillo

Esta revolución de hábitos desató un terremoto económico sin precedentes. La industria móvil –fabricantes de celulares y empresas de telecomunicaciones– encontró en la cultura digital su gallina de los huevos de oro. Es una simbiosis perfecta: la cultura nos hace querer más datos y mejores aparatos, y esos aparatos nos facilitan el acceso a más cultura.

Ya en 2013, el informe de UNESCO («Cultural Times») tasaba a las Industrias Culturales y Creativas (ICC) globales en 2.250 billones de dólares, superando a las telecomunicaciones con 1.57 billones. Hoy, la UNCTAD (Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo) calcula que las ICC mueven casi 2.3 billones de dólares anuales, 3.1% del PBI global. La digitalización es la locomotora: el streaming es el 67% de los ingresos de la música. Los derechos de autor digitales ya superan a los de la radiodifusión tradicional. El video (streaming, redes) se lleva casi el 70% del tráfico de internet (74% en celulares). Los juegos móviles facturaron 183.9 billones de dólares en 2024. Las plataformas OTT como Netflix nos hacen demandar más ancho de banda. Pagamos por datos, y esos datos los usamos para consumir cultura.

La torta cultural sigue siendo enorme, pero ahora se cocina y se sirve, mayormente, en pantallas. Y las telefónicas lo saben.

Pero este festín tiene anfitriones con un poder descomunal: las Big Tech. Apple, Microsoft, Alphabet (Google), Amazon, Meta. Sus ingresos anuales superan el PBI de países enteros como Argentina. No es solo plata: es control sobre la infraestructura digital, Amazon Web Services es el dueño de «la nube» donde se aloja más del 30% de internet y los datos de miles de millones de personas. Una concentración que redefine la geopolítica y pone en jaque la soberanía de los Estados. Y con el desarrollo acelerado de la inteligencia artificial, esta concentración solo se profundiza.

IV. Ampliar la mirada: ¿quiénes son los actores culturales hoy?

La era digital dinamitó las fronteras. Pensar el «sector cultural» solo como los artistas y las instituciones tradicionales es quedarse corto, es no entender la película completa. Si queremos políticas culturales que sirvan para algo, hay que sumar a la ecuación a las empresas de telecomunicaciones y a los fabricantes de celulares. Son parte del ecosistema, nos guste o no.

La convergencia tecnológica –esa mezcla de medios, informática y telecomunicaciones– es el nuevo terreno de juego. La infraestructura de telecomunicaciones (redes, fibra óptica, satélites) y los celulares son hoy los canales principales por donde circula, se consume y, cada vez más, se produce cultura. El SinCA (Sistema de Información Cultural Argentina), que mide la cultura argentina, ya incluye la «innovación» (uso de celulares para cultura) y la «conectividad» como dimensiones clave.

De contenidos a ecosistemas: la evolución de la soberanía cultural

Hubo un tiempo en que los contenidos fueron la estrategia central en la construcción de una identidad cultural soberana y diversa. Encuentro y Paka Paka son el mejor ejemplo de quienes supieron leer su tiempo con audacia, inteligencia y capacidad de gestión. Estas señales demostraron que era posible crear contenidos de calidad con perspectiva local, que compitieran con las producciones globales y que, a la vez, construyeran ciudadanía desde la pantalla. Sin embargo, hoy la discusión es multicapa y precisa proponer políticas que incorporen a la discusión los cables físicos, las plataformas y los dispositivos. La soberanía cultural ya no se juega solo en el qué decimos, sino también en cómo, dónde y con qué herramientas lo decimos.

Históricamente, las políticas culturales ningunearon a los medios masivos, enfocándose en la «alta cultura». Hoy, eso es insostenible. Los fabricantes de dispositivos (Apple, Samsung, Xiaomi) son actores culturales de peso: con sus sistemas operativos, tiendas de apps y marketing, deciden qué vemos, cómo lo vemos y cuánto pagamos. Sus decisiones de diseño son políticas culturales indirectas. Las telecomunicaciones son un servicio esencial; la brecha digital es una brecha cultural. Conectar un barrio popular a internet es una acción cultural con potencia.

La cultura y los fierros tecnológicos son inseparables. Las decisiones sobre neutralidad de la red, precios de datos o ecosistemas cerrados que toman los fabricantes tienen consecuencias directas en la diversidad, la equidad y la soberanía cultural. Necesitamos políticas coordinadas: cultura, comunicación y desarrollo tecnológico tienen que dialogar. Y una política cultural integral tiene que pensar en soberanía tecnológica y de contenidos: apoyar plataformas propias, pensar regulaciones dinámicas y, fundamentalmente, fomentar una alfabetización digital crítica.

V. El Estado argentino en la encrucijada digital: entre el desfinanciamiento y la urgencia de converger

El Estado argentino, con un andamiaje institucional anclado en el siglo pasado, parece desorientado ante la velocidad de estas transformaciones. Resulta inevitable parafrasear a un ícono cultural como Diego Maradona: ‘se le escapó la tortuga’. En efecto, los tres poderes del Estado parecen competir en lentitud para adaptarse a desafíos que, lejos de ser novedosos, son ya parte de nuestra vida cotidiana.

Un estado inteligente para la era digital

En momentos en los que se plantea que el mejor estado es el que no interviene, este problema nos obliga a redoblar esa discusión. No alcanza con un estado eficiente, es necesario un estado fuerte e inteligente para abordar este desafío. Fuerte no en el sentido autoritario, sino con capacidad institucional y visión para defender el interés público. Inteligente para entender las lógicas del juego digital y diseñar políticas que no corran siempre detrás de la tecnología. La soberanía cultural hoy es, inseparablemente, soberanía digital.

La cultura no es un gasto que se justifica por su valor simbólico, sino una inversión estratégica que genera empleo, divisas, cohesión social y posicionamiento geopolítico: cada peso invertido en desarrollo cultural multiplica su retorno en la economía creativa y en el fortalecimiento del tejido social

Y aquí la convergencia entre cultura y comunicación se vuelve ineludible. La cultura en el bolsillo es una cultura mediada. Las políticas de comunicación son, de hecho, políticas culturales. El ENACOM, aunque con un perfil técnico, ya tiene un impacto cultural directo. Su Fondo de Fomento (FOMECA) apoya medios comunitarios y producciones audiovisuales diversas. Sus decisiones sobre el espectro radioeléctrico o la regulación (aún tímida) de plataformas tienen consecuencias culturales directas.

ARSAT, como empresa estatal de infraestructura satelital y conectividad, sería un actor clave en esta arquitectura convergente: su capacidad de garantizar soberanía digital y acceso territorial lo convierte en un brazo estratégico para democratizar la cultura en el territorio nacional. 

La separación conceptual y administrativa entre «Cultura» y «Comunicaciones» es una debilidad estratégica. Integrarlos no es fácil. Pero es urgente pensar en mecanismos de coordinación efectiva: una unificación de ambas carteras o un Consejo Nacional de Cultura Digital y Convergencia. Es necesario construir una nueva arquitectura institucional a la altura de los desafíos.

La cultura frente a la restricción externa

La transformación digital de la industria cultural nos convirtió, paradójicamente, en consumidores netos de servicios en lugar de vendedores de bienes. Según el Sistema de Información Cultural de la Argentina (SInCA), se destaca el crecimiento de las importaciones de servicios digitales y una caída sostenida en el período de las exportaciones de bienes culturales, evidenciando un cambio estructural preocupante. Mientras que históricamente Argentina exportaba libros, música en formato físico y producciones audiovisuales, hoy importamos plataformas, algoritmos y contenidos digitales que drenan divisas sin generar valor agregado local. Netflix, Spotify, Disney+ y las apps de videojuegos se llevan millones de dólares anuales que antes circulaban en nuestra economía cultural doméstica.

Transformar esta realidad precisa entender el lugar de nuestro país en el mundo y desarrollar políticas que fomenten estratégicamente los contenidos nacionales. Un ejemplo virtuoso es Corea del Sur, que desde los años 90 construyó una política cultural de Estado que transformó el K-pop, los K-dramas y el cine coreano en una industria de exportación multimillonaria. Para dimensionar este impacto: solo en 2020, el valor agregado real generado por sus industrias basadas en derechos de autor alcanzó aproximadamente los 160 billones de dólares, y el sector dio empleo a 2.4 millones de personas. La Ola Coreana (Hallyu) ha sido reconocida como una forma de poder blando y como un activo económico importante para Corea del Sur, generando ingresos tanto a través de exportaciones como de turismo cultural. Su Plan Cultural 2025 apuesta a consolidar esta hegemonía cultural mediante inversión estatal coordinada, capacitación de talentos, desarrollo tecnológico propio y una diplomacia cultural agresiva. Corea demostró que la cultura puede ser un motor de desarrollo económico y geopolítico: de importador cultural pasó a ser un actor global que exporta identidad, valores y, fundamentalmente, divisas.

Institutos de fomento: ¿herramientas oxidadas?

Nuestros faros de fomento cultural –INCAA, INT, INAMU, FNA– nacieron en un mundo analógico. El INCAA, motor del cine nacional; el INT, sostén del teatro independiente; el INAMU, impulsor de nuestra música; el FNA, mecenas de amplio espectro. Todos con historias de luchas y logros, pero que hoy enfrentan una crisis que va más allá de la billetera. Las propuestas de desfinanciamiento o cierre que se pusieron en movimiento desde 2017  bajo el paraguas del «no hay plata» encendieron alarmas pero también desnudaron una obsolescencia estructural. ¿Cómo financiamos instituciones cuyo origen se basa en legislación diseñada para otro momento histórico? ¿Cómo transformamos las movilizaciones para defenderlas en propuestas para transformarlas, en lugar de en barricadas para conservarlas inmutables? ¿Sus herramientas de fomento dialogan con las nuevas formas de creación, distribución y consumo? La discusión sobre su «eficiencia» es válida, pero no puede ser la excusa para un vaciamiento que tendría un costo cultural altísimo y un impacto fiscal marginal (el presupuesto cultural en 2023 fue apenas el 0,055% del gasto público nacional). La tensión es la de siempre: ¿cultura como gasto o como inversión estratégica?

VI. El termómetro del consumo cultural: digitalización y vuelta a lo comunitario

La Encuesta Nacional de Consumos Culturales (ENCC) nos da algunas pistas. Hay un claro viraje a lo digital, pero lo físico no murió. La tele tradicional se sostiene como referencia (el 91% aún la ve, muchos ya por el celular), mientras el streaming sigue creciendo (65% de la población lo consume). La música se escucha casi toda por celular (76%) y online (80%), con YouTube y Spotify como dueños del dial digital. La radio aguanta, pero con una fuerte brecha generacional. Leemos menos libros en papel y más en pantallas. Las noticias nos llegan por redes sociales. Los videojuegos son un boom juvenil, móvil y mayormente masculino.

Sin embargo, la virtualización no mató al ritual. La gente sigue yendo con ganas a teatros, cines y museos. Hoy convivimos en esa tensión entre la pantalla solitaria y el encuentro colectivo. Eso sí, la brecha digital sigue ahí, como una herida abierta: no todos acceden igual a la conexión, a los dispositivos, a las habilidades para navegar este nuevo mundo.

Los espacios culturales comunitarios (bibliotecas populares, centros barriales) muestran una vitalidad sorprendente: el 36% de la gente participó en alguno en 2022, ¡10 puntos más que en 2017! Siguen siendo refugios de identidad local, de diversidad, de cohesión social. Un contrapeso necesario a la lógica global e individualista del algoritmo.

Y los jóvenes, nativos digitales por excelencia, son la vanguardia y, a la vez, quienes enfrentan mayores amenazas. Hiperconectados, creativos, pero también vulnerables a la ansiedad, la depresión, el ciberacoso, la comparación constante que imponen las redes. Seis de cada diez adolescentes argentinos muestran síntomas. La cultura comunitaria y los espacios públicos se vislumbran como los pilares para abordar estos desafíos. 

VII. Desafíos en el horizonte: hacia una política cultural para el siglo XXI

El panorama es complejo, mutante. La industria en el bolsillo es un hecho. El Estado argentino tiene la oportunidad de ser algo más que un espectador o un bombero de crisis. Para esto, necesita una hoja de ruta.

Algunas ideas para abrir el debate: Primero, reformar los institutos de fomento, con participación de todos, para que sus herramientas y su financiamiento se adapten al mundo digital y se gestionen con transparencia y federalismo. Segundo, articular de una vez por todas las políticas de cultura, comunicación y tecnologíacrear un plan estratégico para la cultura nacional, unificar las carteras o crear un Consejo Nacional de Cultura Digital. Tercero, la construcción de un plan de desarrollo cultural con participación popular, que garantice la continuidad de políticas de estado, que tenga una mirada federal y que trascienda los gobiernos de turno.

En cuanto a la producción, pensar nuevas líneas de fomento para lo digital nativo (videojuegos, arte digital, etc). Estrategias para que nuestros contenidos se vean en las plataformas globalesInversión en plataformas públicas y repositorios digitales propios. Y un debate adulto para construir un marco regulatorio para las empresas de tecnología que contemple desde la transparencia algorítmica, las cuotas de pantalla y de archivo, hasta una posible contribución fiscal para la cultura local.

A esto se suma el desafío inminente e ineludible de la inteligencia artificial generativa: ¿cómo proteger el trabajo humano cuando las máquinas pueden producir contenido cultural indistinguible del original? ¿Cómo garantizar que la IA sea una herramienta de democratización cultural y no una amenaza para la diversidad creativa?»

Para la inclusión, un Plan Nacional de Alfabetización Digital y Mediática Crítica, que nos ayude a navegar este mar con herramientas y salvavidas. Garantizar el acceso a la conectividad como un derecho universal. Fortalecer los espacios culturales comunitarios, pulmones de identidad y cohesión. Apostar a los Museos como espacios de encuentro e intercambio y no solo como espacios de recorrido y salvaguarda patrimonial. Y promover activamente la diversidad tanto en el entorno digital como el presencial.

Finalmente, investigar, medir y evaluar. Actualizar el SInCA para que refleje esta nueva realidad. Fomentar la investigación académica para llegar a tiempo a los desafíos futuros y entender a fondo los presentes.

La cultura en el bolsillo es el nuevo territorio en disputa. Argentina puede definir sus propias reglas y asegurar que la cultura siga siendo eso que nos hace humanos, que nos identifica y nos recuerda que somos parte de una comunidad. Algunos pensarán que no es momento para dar estas discusiones, yo creo estoy convencido de que es urgente. La tarea es titánica, pero ineludible.

Por: Juan Manuel Aranovich. Responsable de cultura en el IDUF.