Diálogos Urbanos: Ciudades del Futuro

Ahora las ciudades

1 agosto, 2024

Manuel Socías

Los desafíos de la agenda urbana para combatir el malestar contemporáneo.

La sociedad argentina atraviesa un profundo estrés colectivo que asedia el compromiso social con la convivencia democrática. La apatía, la desafección y la desconfianza ciudadana son un dato global de la época, que en nuestro país adquiere la forma de una notoria crisis de legitimidad, que excede largamente a la política partidaria y compromete al conjunto de las elites políticas, sociales, sindicales y empresariales.

Para retomar su lugar en la conversación con la sociedad, la política en todas sus formas debe reinventarse. Y si al asalto del individualismo y la fragmentación se le quiere contraponer la alternativa de la comunidad, su reinvención debe ser de raíz. En sus agendas, sus lenguajes y sus formatos organizativos.

La traducción material concreta y diaria de ese malestar contemporáneo ocurre en las fricciones del día a día de las ciudades. Allí se expresa, allí se sufre. Allí están las preocupaciones reales de la sociedad. Y por ahí hay que empezar. Si pretendemos reparar la crisis de las legitimidades es en la gestión de la cercanía, de lo concreto, donde la política puede recuperar su sentido frente a la sociedad. Es en la resolución de los problemas urbanos donde se abre una hendija para reconstruir el horizonte de lo compartido.

A pesar de su omisión en las grandes discusiones políticas de nuestro país, lo “urbano” no es superfluo; condensa múltiples aristas muy relevantes para la vida en común. Entre otras, expresa la tensión dialéctica entre el territorio y la economía, más precisamente, en cómo el territorio moldea y es moldeado por la dinámica de los diversos mercados formales e informales. También expresa la interacción entre territorio e idiosincrasias (conductas, hábitos, consumos, representaciones); entre territorio, infraestructuras y equipamientos; y entre el territorio y el acceso a derechos y a bienes y servicios públicos y privados.

Por eso, reposicionar la cuestión urbana como vector central del debate político puede reencauzar el diálogo público, catalizar el interés de la sociedad por la participación ciudadana y auspiciar la colaboración entre diferentes actores en la búsqueda de soluciones compartidas.

Planificar el bienestar, la convivencia y las oportunidades

Cuando auscultamos los alcances del malestar urbano, es insoslayable que involucra muchos de los problemas que aquejan a la sociedad argentina. La violencia y la intolerancia, la inseguridad, el acceso a la vivienda, a los servicios básicos, a la salud, a la educación, al trabajo, al ocio y a un ambiente sano, entre otros, no pueden pensarse de manera indisociada de la gestión de las ciudades. Estos se constituyen y se representan como problemas urbanos.

Las ciudades son más que una realidad material. Engloban, limitan y condicionan la vida individual y colectiva de las personas. Para bien y para mal, las ciudades son grandes externalidades que derraman malestar/bienestar sobre quienes las habitan. Son, asimismo, espacios donde el rol del Estado es decisivo. Y lo estatal (o su ausencia), ya sea por su repliegue a favor de los diversos mercados o, por el contrario, por su intervención directa o indirecta vía regulaciones, ordena prácticamente todos los aspectos de la vida urbana.

Frente a una sociedad cansada y desencantada, el malestar urbano crónico es fácilmente interpretable como la confirmación de la incapacidad del Estado de proveer soluciones a los problemas de las personas y de la falta de vocación de la política para atender esos problemas. Ese malestar es también inductor de una creciente lógica individualista donde cada uno procura proveerse a sí mismo aquel bienestar que lo distingue del malestar común. Y por eso la privatización y la mercantilización se expanden de forma orgánica hacia todos los órdenes de la vida urbana, desmantelando el tejido social común. 

Llevamos décadas construyendo ciudades para el malestar urbano. A pesar del estancamiento económico que ahoga la macroeconomía argentina desde hace una década, las ciudades no detuvieron su crecimiento. Sin embargo, no son pocos los señalamientos críticos del rumbo que han tomado: crecen sin planificación pública al ritmo de los mercados formales e informales, segregadas y esparcidas sin densidad, sin infraestructura ni equipamientos suficientes, reproductoras de problemas urbanos y propagadoras del malestar.

Pero se puede hacer de otra manera. Las ciudades tienen hoy tres grandes desafíos transversales al conjunto de sus problemas: cómo garantizar un piso de bienestar y dignidad para las personas, cómo reconstruir la convivencia en la diversidad y cómo generar el marco de oportunidades para que sea posible proyectar la vida individual y compartida. Ejes sobre los cuales debemos imaginar respuestas para contrarrestar el malestar.

Bienestar

El agotamiento de los Estados de Bienestar viene siendo desde hace años un tema recurrente en los debates políticos e intelectuales contemporáneos a nivel global. Diseñados para organizar la producción y distribuir sus excedentes, durante varias décadas ese formato sirvió además para ordenar y armonizar las sociedades.

Su crisis se tradujo en el aumento de la desigualdad y de la fragmentación social y territorial, donde unos pocos sectores se agencian su propio bienestar a través del mercado, mientras otros quedan marginados sin tener garantizado un piso mínimo de dignidad. Este aumento creciente de las fricciones para un acceso equitativo a derechos y a bienes y servicios públicos y privados es el sustrato material del malestar contemporáneo y supone un desafío para el diseño y funcionamiento urbano.

Si el objetivo es proveer un piso de dignidad universal, la gestión urbana deberá tender a desmercantilizar la provisión y el acceso a determinados derechos, bienes y servicios. Pero también deberá contribuir a desarmar cuellos de botella y obstáculos para que los diversos mercados tengan mayor dinamismo y fluidez y ofrezcan oportunidades de realización y progreso. 

La delimitación de una u otra estrategia es, por supuesto, eminentemente política y requiere de la participación de la sociedad para ser legítima y sustentable. Suponer que alcanza con la acción directa del estado para generar bienestar suficiente obvia la naturaleza finita de los recursos y las limitaciones en sus capacidades operativas. Análogamente, asumir que sólo el mercado es capaz de proveer un equilibrio social óptimo es un acto de fe.

El bienestar urbano tiene distintos canales de alimentación. Desde luego, puede surgir de la acción directa del Estado, pero también lo pueden producir los mercados u organizaciones asociativas y comunitarias. En los hechos, es en el propio proceso urbano en tanto externalidad general donde radican las mayores capacidades de producir ese bienestar, tanto en el proceso de producción de la ciudad —su expansión, densificación y renovación– como en las distintas instancias de utilización de ese espacio urbano producido. De este proceso dependen, en gran medida, el tipo de ciudad producida; las características del entorno y del hábitat urbano; las actividades y usos urbanos; la distribución espacial de las personas; la concentración de empleo y de servicios, etc.

Si profundizamos, las características y dinámicas del acceso al trabajo, la vivienda, la educación, la salud, el ocio, etc. se encuentran inmersos en una inercia urbana que incluye, por un lado, a la ciudad ya producida y, por el otro, a la interacción entre las lógicas del mercado, del Estado y de la sociedad y sus correlaciones de fuerzas específicas para cada momento y espacio.

La gestión de las ciudades es, en rigor, el instrumento de adaptación y amortiguación de los desajustes que se producen en el devenir de ese proceso urbano, entre lo que demanda la sociedad y lo que es susceptible de proveer la ciudad.

Se suele asumir que la aglomeración que ofrece la ciudad es la condición de posibilidad de la producción y distribución del bienestar, pero no alcanza. El mercado de trabajo, por caso, necesita de la concentración espacial de la actividad económica, al igual que la consolidación de clústeres o ecosistemas productivos requiere de un contexto urbano proclive. Pero si en diseño urbano no está contemplada la interdependencia con otros derechos, bienes y servicios (acceso a la movilidad para agilizar los desplazamientos, para sintetizar), la mera aglomeración es insuficiente. 

Sin planificación, con mercados desorganizados e infraestructuras dispersas e inconexas, la ciudad pierde capacidad de producir y distribuir bienestar, deteriorando la calidad de vida y fragmentando la experiencia urbana.

Convivencia

El otro gran desafío de las ciudades es reencauzar la convivencia para proyectar un orden y, a partir de ahí, una cotidianidad y un futuro compartido. Al ser territorios donde convive la heterogeneidad, la tensión es un elemento inescindible de la vida urbana. Pensar la convivencia, entonces, supone elaborar una idea colectivamente aceptada respecto del orden, problematizando el ordenamiento urbano y la apropiación privada de la ciudad (así sea por el mercado o por grupos de la comunidad) para evitar que esa conflictividad inmanente no derive en mayor fragmentación, individuación, violencia e intolerancia.

La vida comunitaria y pública de la ciudad, por cierto, representan instancias de creación de valor y bienestar que hay que proteger y amplificar. Pueden dialogar o no con estructuras estatales, pero se verán ampliamente favorecidas por la existencia de determinado tipo de espacio urbano y de ámbitos proclives al encuentro comunitario, que suelen depender de la coordinación, intervención y/o provisión estatal para no ser caóticas.

Por supuesto, las vidas públicas y comunitarias en las ciudades no necesariamente son planificadas, sino que pueden surgir de manera espontánea y producir bienestar de manera imprevista, a través de procesos de apropiación y/o resignificación de lo público, así como generar comunidad y organización en lugares inesperados.

Pero no toda espontaneidad es necesariamente virtuosa. El crecimiento de las ciudades que describimos antes, sin una orientación pública consciente y dialogada con la sociedad, tiende a desarrollar ciudades donde la vida compartida se reduce y es reemplazada por un estilo de vida cada vez más fragmentado, donde se compite por la apropiación privada de lo que supuestamente es de todos. Si bien retóricamente se defiende un modelo de vida pública, en los hechos, las ciudades como las que venimos produciendo son adecuadas a un modelo de vida donde el encuentro con lo común es meramente episódico y el acceso al bienestar cada vez menos anclado en la pertenencia comunitaria. 

La infraestructura necesaria para la vida pública es muy diversa y debe pensarse siempre de forma situada, en diálogo con la comunidad y considerando la naturaleza de la trama urbana a donde se despliega. Involucra al espacio público y una enorme tipología de posibles equipamientos para propiciar la socialización, combatir el aislamiento y la soledad y alentar múltiples actividades compartidas. Pueden ser deportivos, culturales, educativos, de cuidados, entre cientos de funcionalidades posibles. Su diseño y su gestión diaria son componentes decisivos de su capacidad de producir y albergar vida comunitaria, por lo cual es fundamental convocar al protagonismo social en su gestación y la administración de su uso.

En un contexto de precarización creciente de la vida urbana en general, plantear el retorno a lo público (ya sea en su forma estatal o en su manifestación comunitaria autogestionada) no es una consigna moral, sino una respuesta necesaria, una forma de reparación frente a la fragilidad del tejido común, al que una vida urbana más compartida podría dar algún alivio y reducir la carga de estrés social que genera intolerancia, violencia y segregación.

Ni el principio del Estado omnicomprensivo, ni el principio de la comunidad privatizada pueden aisladamente garantizar la sostenibilidad ni la armonía de la vida urbana. Y por eso, hay construir un imaginario común, donde la convivencia se gesta a partir de consensos sociales dinámicos que mejoran la experiencia de vida compartida. Lo común, lo público, no puede ser visto como una opción de descarte; tiene que tender a la mayor calidad disponible para ser valorado y percibido como un punto de equilibrio beneficioso entre las expectativas individuales y el desarrollo colectivo, que haga posible divisar la posibilidad de una vida cotidiana compartida en un mismo territorio.

Oportunidades

La frustración, impotencia, rencor, miedo, incertidumbre y desconfianza que se palpan en el día a día de la vida urbana son sentimientos asociados también a la crisis de la idea de progreso como un horizonte percibido como posible. La asfixia de un presente que se vive como perpetuo explica mucho del malestar social contemporáneo. Por eso, hay que reponer la expectativa de futuros mejores en las subjetividades de la época para combatir ese desasosiego. Ese es el tercer gran desafío urbano: generar y distribuir equitativamente oportunidades de progreso individual y colectivo.

La tarea debe ser construir un nuevo imaginario urbano donde convivan y se potencien las aspiraciones y trayectorias singulares con el sentido de comunidad. Esto requiere problematizar el vínculo entre lo público, lo estatal y lo privado, imaginando formas novedosas y virtuosas de articulación que remuevan obstáculos, agreguen dinamismo, promuevan la innovación y la productividad en el sector privado para que genere mayores excedentes, al mismo tiempo que se auspicia la creación de espacios y la provisión de bienes y servicios de forma pública, aunque no necesariamente siempre estatal.

La configuración de las ciudades impacta fuertemente en los precios relativos y en las condiciones de acceso a todos los bienes y servicios que las personas necesitan para resolver su cotidianeidad. Por lo tanto, el planeamiento urbano debe construirse sobre la búsqueda de esos equilibrios dinámicos e interdependientes para que la iniciativa privada se desarrolle con fluidez y que la dignidad de las personas no sea producto del mérito individual. 

Pero con eso sólo no alcanza. Recuperar la proyección de las trayectorias individuales hacia el futuro exige un Estado que obviamente provea certezas (y un piso de bienestar) en el presente vinculadas con el trabajo, la educación y los cuidados, pero también como ideador de dispositivos e iniciativas que permiten imaginar un futuro de movilidad ascendente.

Ya no se trata sólo de igualar el punto de partida de las trayectorias individuales, sino de generar un marco de oportunidades a lo largo de esas trayectorias para que lo singular de cada individuo potencie y se potencie en la articulación con lo que provee la comunidad. 

Conciliar el esfuerzo y el mérito individual con el fortalecimiento de la pertenencia comunitaria es posible si se acompaña con el despliegue de equipamientos, infraestructuras e iniciativas públicas (estatales y no estatales) que además de promover la socialización, enriquezcan el capital humano (incubadoras de emprendimientos, laboratorios de experimentación artística, espacios de trabajo colaborativo, bolsas públicas de trabajo, etc) para su inserción en los diversos mercados bajo la noción de la formación continua que exige la velocidad del cambio tecnológico contemporáneo.

Ciudades para las personas

Las ciudades son hoy el escenario principal del malestar social contemporáneo. La fragmentación de la experiencia urbana, la desigualdad, la precariedad y la ruptura de la promesa de futuro, cultivan un enorme proceso de desgaste de las instituciones y las representaciones existentes.

Hay una oportunidad para sanar las legitimidades si se vuelve a lo concreto. Si se orienta la conversación a problematizar y resolver las fricciones del día a día de la vida urbana. Sin planificación, las ciudades son reproductoras de malestar. E incluso los mercados producen bienes y servicios por debajo de su potencial cuando no hay una racionalidad pública que los contenga.

Aunque suene paradójico, hay que desprivatizar y desmercantilizar a las ciudades para que lo privado y los mercados funcionen mejor. Una ciudad debidamente planificada, en conversación con la multiplicidad de intereses y expectativas que alberga, es la llave para convertirla en un dispositivo que garantice derechos y, a su vez, dinamice las iniciativas privadas. Porque además de ser un hecho físico, el desarrollo urbano integral es la condición de posibilidad de la vida en comunidad y la plataforma que le da consistencia y sustentabilidad a las relaciones sociales mercantiles y no mercantiles que se desarrollan en ella.

Hay que poner a las personas en el centro de la gestión urbana. Si garantizamos un piso de bienestar, si recuperamos el sentido de comunidad a partir de un nuevo tipo de convivencia y si procuramos un marco de oportunidades para la realización de las personas, es posible aspirar a ciudades dinámicas, modernas, innovadoras, competitivas y socialmente equilibradas.